—¿Alguna vez estuviste en una operación secreta, abuelo?

Rogelio Ortega, coronel retirado, tragó saliva con esfuerzo. La enfermedad lo tenía atrapado en su propio cuerpo. La voz, debilitada por la esclerosis, apenas era un susurro. Desde la cama, giró la cabeza y miró al muchacho.

—¿Has oído del chupacabras?

—¿Ese monstruo que mataba animales?

Una risa áspera le sacudió el pecho. Tosió con violencia, manchando el pañuelo con sangre.

—Cómo hubiera deseado que fuera eso…

En ese entonces yo era Capitán Primero. Como cada lunes, nos reuníamos con el Mayor en el sector de operaciones. Ese día nos entregó una carpeta sellada.

—Reconocimiento. Rancho San Isidro, cincuenta kilómetros al norte del Paso del Silencio.

Abrí el expediente. Breve. Frío. “Múltiples ataques al ganado. Desapariciones recientes. Posible conflicto de tierras.”

—¿Disputas entre ganaderos?

—Probable. Las autoridades locales no colaboran. Hay presión de arriba. Forma dos escuadras. Ocho elementos. Informa.

Dos vehículos. Cuatro hombres en cada uno. El aire olía a polvo y a algo más que no sabíamos nombrar. Me reuní con el sargento Aguilar. Le di las órdenes, y salimos en menos de una hora.

Durante el trayecto, nadie hablaba. El tipo de silencio que no se rompe ni con música. Hasta que el Cabo Ramírez se atrevió.

—Mi capitán… ¿usted cree en el chupacabras?

Las risas vinieron rápidas. Forzadas.

—¿Otra vez con esa pendejada, Ramírez?

—Lo dicen los lugareños. Que el ganado aparece sin sangre, como si los vaciaran. Como si algo los drenara vivos.

—No existen los monstruos, Cabo. Solo hombres con más tiempo y menos alma.

Al llegar al rancho, el cielo estaba nublado. El polvo se quedaba en el aire, como si el mundo hubiera dejado de respirar. Bajamos con cautela. Solo el operador de radio se quedó en el segundo vehículo.

Desde la casona principal salieron dos figuras. Eduardo Castañón, dueño del rancho. Elegante. Demasiado para ese lugar. Junto a él, Sergio Ríos, el capataz. Silencioso. Duro. Ojos como piedra mojada.

—Qué bueno que llegaron —dijo Castañón—. Nos avisaron que vendrían a supervisar los avances.

No entendí a qué se refería, pero asentí.

—Así es. Adelante.

Nos ofreció bebidas. Rechacé. Los demás también. Comenzamos el recorrido. El ganado, a primera vista, se veía imponente. Musculoso. Cuellos gruesos. Pero algo no estaba bien. Algunos temblaban. Otros babeaban en exceso. Uno tenía los ojos inyectados en sangre y embestía sin razón. Lo derribaron con un dardo tranquilizante. Nadie reaccionó. Como si fuera normal.

—Estamos usando una hormona especial, de última generación —dijo Castañón, sonriendo—. Desarrollo conjunto con laboratorios del extranjero. Aceleración metabólica. Mayor masa muscular en la mitad del tiempo.

Vi una res con hinchazón en las articulaciones. Otra con la lengua morada. Un becerro caminaba en círculos, sin saber dónde estaba. Era como ver una colección de errores.

—Algunos efectos secundarios, claro —intervino el capataz—. El cuerpo se adapta… y los que no, terminan desechados en el monte.

Seguimos hasta una estructura apartada, al fondo del terreno. Vieja por fuera. Moderna por dentro.

—¿Qué es esto?

—Nuestro establo experimental —respondió Castañón, con una sonrisa que no me gustó—. Aunque, la verdad… hace semanas que dejamos de usarlo.

Abrieron la puerta. El olor nos golpeó primero. Una mezcla de heces, químicos y algo metálico. Entramos armados.

No era un establo. Era un laboratorio.

Luces frías. Paredes blancas manchadas de rojo. Jaulas metálicas. Bolsas intravenosas. Restos de animales sobre mesas quirúrgicas. Había vacas abiertas de par en par, como libros horribles. Una con la columna vertebral fuera del cuerpo. Otra con los pulmones expandidos como globos rotos.

Había especímenes vivos. Uno con el cráneo deformado. Otro sin piel en el rostro, respirando por tubos. Movían las extremidades como si fueran marionetas colgando de nervios rotos. Uno emitía un gemido constante, como un niño ahogándose.

—Queremos ir más allá de la ganadería —decía Castañón, emocionado como un predicador—. Estamos construyendo algo más… ambicioso. Carne obediente. Carne sin conciencia. El futuro es para quien lo tome con las manos.

El Cabo Reyes se apartó. Vomitó. Nadie se rió.

Entonces, Castañón habló. Su voz rebotó entre las paredes manchadas.

—¿Saben? Para hacer un omelette… hay que romper algunos huevos.

Lo dijo como si hablara de una cosecha mal lograda. Como si nada de eso —las jaulas, la sangre, los cuerpos— lo tocara en lo más mínimo.

Señalamos la puerta del fondo. Doble seguro. Metal reforzado.

—¿Y ahí? —pregunté.

Castañón sonrió. Una sonrisa lenta, repulsiva.

—Ahí está el omelette.

Ríos se adelantó, sacó una llave, abrió la cerradura… y se apartó.

Nos acercamos a la puerta.

Y lo que vimos ahí…

Era lo que rompía la mente.

Adentro, el calor era distinto. No el de afuera, seco y polvoso. Este era espeso, como el que sale del hocico de un animal herido. Olía a metal, a carne vieja, a mierda, a hospital podrido.

Había dos camillas.

El primero… ya estaba muerto. Era un niño. Tal vez ocho años. Flaco como palo, pero el estómago inflado como tambor, lleno de líquido o quién sabe qué. Tenía la cara deforme, como si le hubieran jalado la mandíbula hacia afuera a la fuerza. Un ojo estaba cubierto por una costra negra, el otro… vacío. Tenía puntos en el pecho, cosido con lo que parecía alambre de gallinero. La pierna derecha era más larga que la otra, torcida, casi como de caballo.

El segundo… aún respiraba.

Lo notabas por el ruido que hacía, como un sapo al que están aplastando. Tenía la piel toda parchada, con pedazos duros como conchas y otras partes tan delgadas que se le veían las venas reventadas por debajo. Un brazo era hueso envuelto en carne cruda, con clavos mal puestos. El ojo derecho lo tenía salido, como si se le hubiera podrido por dentro, y en la cabeza… tenía cables. Literal, cables pegados al cráneo con cinta quirúrgica vieja.

No hablaba. Solo hacía sonidos. Como un llanto, pero mal hecho. Como si lo hubiera oído antes y lo estuviera copiando.

Ramírez se fue de hocico y vomitó contra la pared. Galván se orinó encima. Aguilar se hincó, sacó su rosario y no paraba de repetir el Padre Nuestro. Y yo… yo solo me quedé viendo. No podía moverme.

Y entonces, desde atrás, oímos al ganadero. Como si estuviera orgulloso.

—¿Vieron? Esta es la nueva carne de guerra. Este se llama Pedro. Lo encontramos en un basurero, allá por Chihuahua. Nadie lo iba a extrañar. Era flaco, débil, asustado. Y mírenlo ahora…

Se acercó y le puso la mano en la frente. El niño… bueno, esa cosa, ni se inmutó.

—Crecimiento acelerado. Resistencia al dolor. Heridas que cierran más rápido. Todo gracias a nuestra hormona. Es un milagro. ¿Para qué esperar quince años a que crezca un soldado, si en diez ya lo tienes listo pa’ matar?

Lo dijo como si fuera un vendedor de tractores. Así, tranquilo, casi sonriente.

—Y lo mejor: sin papás, sin historia. No te hacen preguntas. Obedecen. Siempre.

Salí del laboratorio con el estómago hecho nudo. Caminé hasta el vehículo sin decir palabra. Me subí, le pedí al operador que me dejara solo y encendí la radio.

—Mayor… necesita oír esto. No es ganado. Son niños. Están vivos. Están… hechos mierda.

Un silencio de plomo. Luego:

—¿Qué está diciendo, capitán?

—Experimentos. Humanos. Deformes. Respirando por tubos, con cables en la cabeza. Como si alguien los hubiera cosido con odio.

Me temblaba la mano. Me la miré: sangre seca en los nudillos.

—Uno… no tenía cara, señor. El otro… parecía rezar, pero solo hacía ruido. Como si imitara el llanto.

Otro silencio. Eterno. El tipo de silencio que cae cuando todo ha sido dicho y nada puede arreglarse. Luego, la voz del Mayor. Quebrada. Como si el mundo colapsara frente a él.

—Rogelio… ¿confías en mí?

Esa pregunta. Tan simple. Tan jodida.

—Sí, señor.

—Entonces escucha con mucha atención.

Ya sabía lo que iba a decir. Lo supe desde que respondí.

—Elimina a todos los testigos. Destruye toda la evidencia. Y que Dios nos perdone.

No respondí de inmediato. Solo cerré los ojos.

—Entendido.

Apagué la radio. Me quedé en la oscuridad. Y ahí, finalmente, me dejé romper.

Me eché hacia adelante, apoyé la frente contra el volante y lloré. Como no había llorado desde que enterré a mi hermano. Como no se llora en el ejército. Como un niño que se entera de golpe que el mundo es más sucio de lo que puede imaginar.

No sé cuánto tiempo pasó. Tal vez tres minutos. Tal vez veinte.

Hasta que ya no salieron más lágrimas.

Me limpié la cara. Respiré hondo. Tomé mi arma. Me bajé del vehículo.

Castañón estaba esperándome, con un puro en la boca y esa sonrisa de mierda.

—¿Y bien? ¿Tus jefes están interesados? Podemos hacer trato. Hay más material esperando…

Lo miré. No como se mira a un hombre. Como se mira a una enfermedad.

Apunté.

Nunca antes había disparado contra alguien desarmado.

No era justicia, pero tampoco venganza. Solo un antídoto.

Disparé. Uno al pecho. Otro al cuello. Cayó con los ojos abiertos, sin alcanzar a entender que ya estaba muerto.

El capataz intentó correr. No llegó lejos. Aguilar le disparó sin pensarlo dos veces.

Cayó de cara al polvo. No se movió más.

—Puto demonio —escupió Aguilar, bajando el arma con los ojos llenos de algo que no era rabia… era asco.

Los soldados me miraban. No dijeron nada. Pero ya sabían.

Yo solo asentí.

—Quemen todo. Laboratorio, archivos, animales. Nadie más ve esto. Este rancho no existió.

—¿Y los… niños?

Bajé la mirada. La voz me salió como un eco seco.

—Todo.

El fuego subió como si lo hubiera estado esperando. El cielo se puso rojo, el humo olía a pecado.

Cuando llegaron los refuerzos, no hubo preguntas. Solo más manos. Más bidones. Más silencio.

Después, los informes oficiales dirían que fue un incendio forestal. Sequía, descuido, alguna chispa. Nadie preguntó más. Nadie quiso saber más.

Los noticieros hablaron del chupacabras. Que si fue una plaga, que si fue fanatismo. Lo que fuera.

Porque era más fácil contarle al país una leyenda… que decirle la verdad.

Porque la verdad… es peor.

No hay monstruos con colmillos y ojos rojos que se esconden en la oscuridad.

Solo hombres sin humanidad.

Hombres que cortan, cosen y moldean como si la vida fuera arcilla. Hombres que no sienten culpa, porque hace tiempo se vaciaron por dentro.

La historia intenta advertirnos. Nos pone el horror en la cara una y otra vez.

Pero no aprendemos.

Porque el monstruo… siempre somos nosotros.