No me gusta mi trabajo, pero me gusta menos tener hambre. Y esa es razón suficiente para seguir aquí, cada lunes a las seis en punto, esperando en el patio trasero del Instituto Nacional de Migración, delegación norte. El camión llega puntual, como una maldición reciclada: pintura descascarada, placas oxidadas, y ese hedor inconfundible de piel seca, metal caliente y derrota.
Del otro lado, el oficial americano baja con su habitual sonrisa plástica. No sé su nombre. Nunca lo he querido saber. Le hago la misma pregunta de siempre, aunque sé la respuesta.
—¿Todos mexicanos esta vez?
Él se ríe, como si le hiciera gracia mi insistencia.
—Ahora es problema tuyo —dice, y se da la vuelta. Nunca mira atrás.
Bajan los deportados. Treinta y tres esta vez. Casi todos mexicanos. Dos chapines demacrados. Y uno… diferente.
No habla español. No habla nada reconocible. Tiene la mirada vacía pero firme. Su ropa parece sacada de otro siglo, como si alguien lo hubiera vestido con los restos de un sueño indígena mal contado. Aun así, se forma con los demás. No pregunta, no exige. Solo se deja arrastrar por la marea.
En la fila para el servicio médico, todo marcha como siempre. Nombres, pulso, ojos vidriosos. Hasta que el doctor me llama.
—Tienes que ver esto, Ramiro.
El extraño —porque ya no tenía otro nombre— tiene marcas en la espalda. No tatuajes. No cicatrices de castigo o prisión. Son incisiones perfectamente curvadas, como grabadas con herramientas de precisión. Tres líneas que convergen en el centro de la espalda, formando una figura… no sé. ¿Un ojo? ¿Una constelación? ¿Una advertencia?
Intentamos preguntarle, pero él solo nos observa. No entiende. O no quiere.
Llamo a un intérprete de lenguas indígenas. Mientras llega, el doctor y yo revisamos sus pertenencias.
Saca un billete de diez pesos. Pero no es un billete que exista. Ni siquiera en la época de nuestros abuelos.
No está Zapata. Hay otro hombre. De rostro cubierto, de mirada impenetrable. No hay fechas, ni números de serie. El papel es rugoso, extraño al tacto. Huele a humedad vieja, como si hubiera estado guardado por mucho tiempo… o en un lugar donde el tiempo no importa.
Las monedas también son raras. No tienen águila ni serpiente. Tienen grabados irregulares, figuras geométricas sin significado claro. No parecen falsificaciones. Parecen… algo más viejo. O más ajeno.
También lleva un retazo de tela. Está bordado a mano, con símbolos que ninguno de los dos reconoce. No son letras, ni glifos mayas, ni nada que se parezca a algo archivado. El doctor lo examina con una lupa.
—No es artesanal. Pero tampoco es industrial —dice, sin saber bien qué está diciendo.
Llega el intérprete. Es un hombre mayor, tsotsil. Lo hemos llamado antes para casos complicados. Tiene paciencia, y eso ya es mucho.
Se sienta frente al extraño. Intenta hablarle en varias lenguas. Tsotsil. Náhuatl. Chol. El otro apenas reacciona. Cuando finalmente contesta, su voz suena pausada, ronca, como si estuviera leyendo desde dentro de un pozo.
El intérprete lo escucha con atención. Y luego niega con la cabeza, serio.
—Eso que habla no es una lengua viva —dice, bajando la voz—. Suena como náhuatl… pero no lo es. Tiene cosas que se le parecen, pero están torcidas. Como un eco mal aprendido. Como una copia gastada.
—¿Entonces?
—No sé. Tal vez aprendió algo muy viejo. O muy aislado. Algo que no se enseña ya. O algo que nadie quiso recordar.
Lo deja ahí. No pregunta más. No quiere.
Le tomo una foto a las marcas. Le damos sopa. Lo llevo al albergue. Le dejo cobijas, comida, agua. Le digo que descanse. Me observa. Y por un segundo… siento que me entiende mejor que cualquiera.
Por la tarde, le cuento todo a Ríos, el único en la oficina que todavía conserva algo de humanidad. Le mando la foto.
—¿Qué chingados es eso, Ramiro?
—Ni puta idea —le digo—. Pero pronto dejará de ser mi problema.
Me voy a casa. Abro una cerveza. Me dejo caer en el sillón. Por un segundo creo que todo quedó atrás.
Pero el teléfono suena. Emergencia.
Disturbios en el albergue.
Cuando llego, el caos ya está instalado: patrullas, ambulancias, paramédicos. Gritos. Luces estroboscópicas. Alguien está vomitando. Otro reza.
—Los deportados… algo les pasó —me dice un paramédico, temblando—. Empezaron a gritar, a golpearse entre ellos. Algunos se arrancaban la ropa. Otros se daban contra las paredes. No sabíamos qué hacer.
Entro. Solo uno sigue en su catre. Quieto. Calmado. El extraño.
Intento hablarle. Nada.
La madrugada es eterna. El papeleo, una pesadilla. Nadie sabe qué poner en los informes. Nadie quiere firmar.
Al amanecer, uno de mis compañeros entra con los ojos abiertos como platos.
—Ramiro… tienes que ver esto.
Afuera, estacionada junto al portón, hay una camioneta vieja, de esas que ya casi no se ven, con la pintura comida por el sol y las ventanas empañadas por dentro.
Bajan cuatro personas. Parecen normales: un tipo con camisa de cuadros, una mujer con falda larga, un joven con mochila, una señora mayor de paso lento. Ninguno habla. Pero todos llevan el mismo collar de oro, sencillo, con un emblema que no reconozco: un círculo roto por dentro, como una espiral mal trazada.
No muestran credenciales. No hacen preguntas. Caminan directo hacia el pabellón. Nadie los detiene. Nadie parece saber si deberían hacerlo.
El extraño los ve llegar, y se levanta sin que nadie lo invite. Camina hacia ellos como si los estuviera esperando.
Justo antes de salir, se detiene.
Me mira. Y sonríe.
Y esa sonrisa… No tiene nada de humana. No es amable, ni cruel. Es como si me viera entero, por dentro, y no le sorprendiera nada. Me incomoda más de lo que estoy dispuesto a admitir. Doy un paso atrás sin querer.
—¿Con qué autoridad se lo llevan? —les grito—. ¡Está bajo nuestra custodia!
Uno de ellos se detiene. El tipo de la camisa de cuadros. Se me acerca con una calma que se siente… prestada.
Su voz no encaja. Es como si viniera de alguien más.
—Podríamos explicarte —dice—, pero nosotros tampoco lo entendemos.
Y se va.
Suben al extraño a la camioneta. Se alejan sin prisa, sin mirar atrás.
Me quedo ahí. Solo. Sin respuestas. Con el sol golpeando como un testigo indiferente.
Cinco minutos después, suena mi teléfono. Es Ríos.
—Ramiro, le mostré la imagen a mi hermano. El astrónomo. Dice que… reconoce la figura.
—¿Cómo que la reconoce?
—Dice que es una constelación. Pero no una de ahora. Es una formación que… según las simulaciones, se verá desde la Tierra dentro de dos mil años. Dos mil.
Silencio.
Silencio.
—Ramiro… ¿dónde está el tipo?
Enciendo un cigarro. Lo miro consumirse en mis dedos.
—Como te dije, Ríos… ya no es mi problema.
Cuelgo.
Y entonces levanto la vista. El cielo sigue ahí, inmenso, indiferente. Y no sé si soy yo quien lo mira… o si es el cielo el que me está mirando a mí.