Me levanto temprano, con el canto del gallo. Suena más a lamento que a saludo del día.
Desayuno un cigarro apagado en los pulmones y un refresco tibio que sabe a óxido.
El teléfono suena. Es mi patrón.
—Consigue un hombre. Hoy.
Asiento.

Tomo mi rifle y subo a la camioneta.
Me dirijo a San Jerónimo del Polvo —así le dicen—. Nadie recuerda cuándo dejó de ser pueblo para volverse un cementerio con casas, olvidado por Dios, por el gobierno y por el futuro.

Llegar no es difícil. Se sigue el río seco, lleno de basura y animales muertos, hasta la maquila abandonada, que parece vigilar la entrada del pueblo.

Lo primero que me recibe es un calor abrazador e insoportable; lo segundo, el olor a estiércol reseco, pegado al aire como si no supiera irse; lo tercero, un perro flaco hasta los huesos, mendigando las migajas del mundo.
Lo miro. Acabaría con su hambre si alguien acabara con la mía algún día.

Recorro las calles. Las moscas carroñeras las ambientan con su zumbido, y siento miradas pesadas detrás de las puertas de lámina oxidada. Ellos saben a lo que vengo.

Un grupo de niños juega en la tierra. Al verme, corren. Todos, menos uno: un chamaco de quince años, quizá menos, con ropa rota y sandalias que no son suyas, sino de alguien que ya no está.

Me acerco. Pienso que tengo la fortuna de no tener hijos; así no me duelen cuando me los arrebatan.
—¿Quieres trabajar con nosotros? —le pregunto.

Él me mira con miedo y con hambre; son casi lo mismo.
—¿Qué hay que hacer?
—Obedecer.

Le ofrezco lo de siempre: diez mil pesos al mes, un celular, un carro y un arma, un contrato firmado con sangre invisible.

Acepta. Siempre aceptan. A veces por querer; la mayoría, porque no hay de otra.
Su madre lo persigna y lo abraza fuerte, como si pudiera soldarlo a su pecho. Le acaricia el cabello y le murmura algo al oído, quizá un rezo, quizá un adiós. Me mira con ojos llenos de odio y lágrimas secas. No la culpo. Sabe que me lo llevo. Sabe también que no volverá.

Entro a la capilla del pueblo. El yeso cuelga de los muros como piel muerta; los vitrales son remiendos de botellas rotas; y un Cristo sin brazos mira al suelo. Me acerco al altar y dejo cien pesos. No compro indulgencia: dejo propina para un Dios ausente.

Al salir de la capilla me intercepta un anciano, arrastrando los pies como si cargara todo el peso del pueblo. Me suplica que no me lleve al chamaco. Le contesto que no tengo opción; si no lo hago yo, vendrá otro a hacerlo, y quizá sea peor.

Antes de irnos, el chamaco echa un último vistazo a la tierra que lo vio nacer y crecer. No tendrá la dicha de morir ahí.

Se sube a la camioneta conmigo. Intenta decirme su nombre, contarme un chiste. Yo lo ignoro. Es más fácil así. Mejor no aprender nombres de muertos.

Llegamos al campamento. Nos bajamos de la camioneta.
Lo entrego como si fuera un paquete. Evito mirarlo a los ojos.
El chamaco me sonríe y me da las gracias; no sé por qué.
Lo veo alejarse por un sendero sembrado de ropa vieja.
Restos de los que vinieron antes que él.

Allí lo moldearán, lo quebrarán y lo volverán a soldar en la forma que necesitamos. Si tiene suerte, algún día lo enterrarán bajo una cruz de madera barata. Si no, quedará esparcido en pedazos entre los matorrales, como alimento para la tierra.

Una semana después me llaman.
—Consigue a otro. El último no sirvió.
Asiento. Regresaré a San Jerónimo del Polvo. El pueblo siempre provee a sus hijos.

Siempre hay otro.
Siempre habrá otro.
Así ha sido desde antes de mí, y así será después.

Un día, yo también seré reemplazado, como reemplacé a otro.
Y solo deseo que el que venga después de mí tenga más hermanos que yo… porque yo ya entregué al último que me quedaba.